Bajó la vista. Cuando la alzó, ya estaban a pocos pasos. Al pasar, la joven lo miró, fijamente, con una dulzura que lo hizo temblar de la cabeza a los pies. Le pareció que ella le reprochaba ha-ber pasado tanto tiempo sin ir a verla, y que le decía: Soy yo la que vengo. Marius sentía arder su cabeza. ¡Ella. había ido hacia él, qué dicha! ¡Y cómo lo había mirado! Le pareció más hermosa que antes. La siguió con sus ojos hasta que se perdió de vista. Salió del Luxemburgo con la esperanza de encontrarla en la calle. En cambio se encontró con Courfeyrac que lo invitó a comer a un restaurante. Marius comió como un ogro. Se reía solo y hablaba fuerte. Estaba perdidamente enamorado. Al día siguiente almorzó con sus amigos, que discutían como siempre de política. Marius los interrumpió de pronto para gritar: —Y sin embargo, es agradable tener la cruz. —Esto sí que es raro —dijo Courfeyrac al oído de Prouvaire. —No —repuso Prouvaire—, esto sí que es serio. Era serio, en efecto. Marius estaba en esa pri-mera hora violenta y encantadora en que comien-zan las grandes pasiones. Una mirada lo había hecho todo. IV. Aventuras de la letra U El aislamiento, el desapego de todo, el orgullo, la independencia, el amor a la naturaleza, la falta de actividad cotidiana y material, la vida retraída, las luchas secretas de la castidad, y el éxtasis ante la creación entera, habían preparado a Marius a esta posesión que se llama la pasión. El culto que tributaba a su padre había llegado poco a poco a ser una religión, y como toda religión, se había retirado al fondo de su alma. Faltaba algo en primer plano, y vino el amor. Un largo mes pasó, durante el cual Marius fue todos los días al Luxemburgo. Llegada la hora, nada podía detenerlo. 250

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