—Sí —replicó el obispo—, salís de un lugar de tristeza. Pero sabed que hay más alegría en el cielo por las lágrimas de un pecador arrepentido, que por la blanca vestidura de cien justos. Si salís de ese lugar de dolores con pensamientos de odio y de cólera contra los hombres, seréis digno de lástima; pero si salís con pensamientos de caridad, de dulzura y de paz, valdréis más que todos noso-tros. Mientras tanto la señora Magloire había servi-do la cena; una sopa hecha con agua, aceite, pan y sal; un poco de tocino, un pedazo de carnero, higos, un queso fresco, y un gran pan de centeno. A la comida ordinaria del obispo había añadido una botella de vino añejo de Mauves. La fisonomía del obispo tomó de repente la expresión de dulzura propia de las personas hos-pitalarias: —A la mesa —dijo con viveza, según acostum-braba cuando cenaba con algún forastero; a hizo sentar al hombre a su derecha. La señorita Baptis-tina, tranquila y naturalmente, tomó asiento a su izquierda. El obispo bendijo la mesa, y después sirvió la sopa según su costumbre. El hombre empezó a comer ávidamente. —Me parece que falta algo en la mesa —dijo el obispo de repente. La señora Magloire no había puesto más que los tres cubiertos absolutamente necesarios. Pero era costumbre de la casa, cuando el obispo tenía algún convidado, poner en la mesa los seis cubier-tos de plata. Esta graciosa ostentación de lujo era casi una niñería simpática en aquella casa tranquila y severa, que elevaba la pobreza hasta la dignidad. La señora Magloire comprendió la observa-ción, salió sin decir una palabra, y un momento después los tres cubiertos pedidos por el obispo lucían en el mantel, colocados simétricamente ante cada uno de los tres comensales. Al fin de la cena, monseñor Bienvenido dio las buenas noches a su hermana, cogió uno de los dos candeleros de plata que había sobre la mesa, dio el otro a su huésped y le dijo: —Caballero, voy a enseñaros vuestro cuarto. 25

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