La persona que ahora veía era una hermosa y esbelta criatura de unos quince a dieciséis años. Tenía cabellos casta-ños, matizados con reflejos de oro; una frente que parecía hecha de mármol; mejillas como pétalos de rosa; una boca de forma exquisita, de la cual brotaba la sonrisa como una luz y la palabra como una música. Y para que nada faltase a aquella figura encantadora, la nariz no era bella, era linda; ni recta, ni aguileña, ni italiana, ni griega; era la nariz parisiense, es decir, esa nariz graciosa, fina, irregular y pura que desespera a los pintores y encanta a los poetas. Cuando Marius pasó cerca de ella, no pudo ver sus ojos, que tenía constantemente bajos. Sólo vio sus largas pestañas de color castaño, llenas de sombra y de pudor. Esto no impedía que la hermosa joven se son-riera escuchando al hombre de cabellos blancos que le hablaba; y nada tan encantador como aque-lla fresca sonrisa con los ojos bajos. No era ya la colegiala con su sombrero anti-cuado, su traje de lana, sus zapatones y sus ma-nos coloradas. El buen gusto se había desarrolla-do en ella a la par de la belleza. Era una señorita bien vestida, sencilla y elegante sin pretensión. La segunda vez que Marius llegó cerca de ella, la joven alzó los párpados; sus ojos eran de un azul profundo. Miró a Marius con indiferencia. Marius, por su parte, continuó el paseo pensando en otra cosa. Pasó todavía cuatro o cinco veces cerca del banco donde estaba la joven, pero sin mirarla. II. Efecto de la primavera Un día el aire estaba tibio y el Luxemburgo inun-dado de sombra y de sol; el cielo puro como si los ángeles lo hubieran lavado por la mañana; los pajarillos cantaban alegremente posados en el ramaje de los castaños. Marius había abierto toda su alma a la naturaleza; en nada pensaba, sólo vivía y respiraba. Pasó cerca del banco; la joven alzó los ojos, y sus miradas se encontra-ron. ¿Qué había esta vez en la mirada de la joven? Marius no hubiera podido decirlo. No había nada y lo había todo. Fue un relámpago extraño. 247

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