el lado de la calle del Oeste. Cada vez que la casualidad llevaba a Ma-rius por esa avenida, y esto sucedía casi todos los días, hallaba allí a la misma pareja. El hombre podría tener sesenta años; parecía triste; tenía el pelo muy blanco. Vestía abrigo y pantalón azules y un sombrero de ala ancha. La primera vez que vio a la joven que lo acompañaba, era una muchacha de trece o cator-ce años, flaca, hasta el punto de ser casi fea, encogida, insignificante, y que tal vez prometía tener bastante buenos ojos. Tenía ese aspecto a la vez aviejado a infantil de las colegialas de un convento y vestía un traje negro y mal hecho. Parecían padre a hija. Hablaban entre sí con aire apacible a indiferente. La joven charlaba sin cesar y alegremente; el viejo hablaba poco, pero fijaba en ella sus ojos, llenos de una inefable ternura paternal. Marius se acostumbró a pasearse por aquella avenida todos los días durante el primer año. El hombre le agradaba, pero la muchacha le pareció un poco tosca y muy sin gracia. Courfeyrac, como la mayoría de los estudian-tes que por allí se paseaban, también los había observado, pero como encontró fea a la niña, no los miró más. Pero le habían llamado la atención el vestido de la niña y los cabellos del anciano y los bautizó, a la joven como señorita Lanegra, y al padre como señor Blanco. Y así los llamaban to-dos. Marius halló muy cómodos estos nombres para nombrar a los desconocidos. Seguiremos su ejemplo, y adoptaremos el nom-bre de señor Blanco para mayor facilidad de este relato. En el segundo año sucedió que la costumbre de pasear por el Luxemburgo se interrumpió, sin que el mismo Marius supiera por qué, y estuvo cerca de seis meses sin poner los pies en aquel paseo. Por fin, un día volvió allá. Era una serena mañana de estío, y Marius estaba alegre como se suele estar cuando hace buen tiempo. Le parecía tener en el corazón el canto de todos los pájaros que escuchaba y todos los trozos de cielo azul que veía a través de las hojas de los árboles. Fue directamente a su avenida, y divisó, siem-pre en el mismo banco, a la consabida pareja. Solamente que cuando se acercó vio que el hom-bre continuaba siendo el mismo, pero le pareció que la joven no era la misma. 246

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