LIBRO SEXTO. La conjunción de dos estrellas I. El apodo: manera de formar nombres de familia Por aquella época era Marius un joven de hermo-sas facciones, mediana estatura, cabellos muy es-pesos y negros, frente ancha a inteligente; tenía aspecto sincero y tranquilo, y sobre todo un no sé qué en el rostro que denotaba a la par altivez, reflexión a inocencia. En el tiempo de su mayor miseria, observaba que las jóvenes se volvían a mirarle cuando pasa-ba, lo cual era causa de que huyera o se ocultara con la muerte en el alma. Creía que lo miraban por sus trajes viejos, y que se reían de ellos; el hecho es que lo miraban por buen mozo, y que más de una soñaba con él. Aquella muda desavenencia entre él y las lin-das muchachas que se le cruzaban lo habían he-cho huraño. No eligió a ninguna por la sencilla razón de que huía de todas. Courfeyrac le decía: —Te voy a dar un consejo, amigo mío. No leas tantos libros y mira un poco más a las bellas palomitas. Esas picaronas valen la pena, Marius querido. Te vas a embrutecer de tanto huirles y de tanto ruborizarte. Otros días, al encontrarse en la calle Cour-feyrac lo saludaba diciendo: —Buenos días, señor cura. Sin embargo habían en esta inmensa creación dos mujeres de las cuales Marius no huía: una era la vieja barbuda que barría su cuarto, y la otra una joven a la cual veía frecuentemente, pero sin mirarla. Desde hacía más de un año, Marius observaba en una avenida arbolada del Luxemburgo a un hombre y a una niña, casi siempre sentados uno al lado del otro en el mismo banco, en el extremo más solitario del paseo por 245

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