de-cididamente en el grupo presidido por Enjolras. Habían quedado como buenos camaradas, dispues-tos a ayudarse mutuamente en lo que fuera. Marius tenía dos amigos. Uno joven, Cour-feyrac, y otro viejo, el señor Mabeuf; se inclinaba más al viejo, porque le debía, en primer lugar, la revolución que en su interior se había realizado, y en segundo lugar, por haber conocido y amado a. su padre. \"Me operó de la catarata\", decía. El señor Mabeuf había iluminado a Marius por casualidad y sin saberlo, como lo hace una vela que alguien trae a la oscuridad. El había sido la vela y no el alguien. En cuanto a la revolución política interior de Marius, el señor Mabeuf era absolutamente inca-paz de comprenderla, de desearla y de dirigirla. IV. La pobreza es buena vecina de la miseria A Marius le gustaba aquel anciano cándido que caía lentamente en una indigencia que lo asom-braba sin entristecerlo todavía. Marius se encontraba con Courfeyrac y buscaba al señor Mabeuf, claro que sólo unas dos veces al mes a lo sumo. Marius se inclinaba demasiado hacia la medi-tación y descuidaba el trabajo; pasaba días ente-ros dedicado a vagar y a soñar. Decidió hacer el mínimo posible de trabajo material para dejar ma-yor tiempo a la contemplación. Su máximo placer era hacer largos paseos por el Campo de Marte o por las avenidas menos frecuentadas del Luxem-burgo. Los transeúntes lo miraban con sorpresa y desconfiaban de él por su aspecto. Pero era sólo un joven pobre que soñaba sin motivo alguno. En uno de esos paseos descubrió el caserón Gorbeau, y su aislamiento y el bajo alquiler lo tentaron. Allí se instaló; lo conocían por el señor Marius. Sus pasiones políticas se habían desvanecido; la revolución de 1830 las había calmado. A decir verdad, ahora no tenía opiniones, sino más bien simpatías. ¿De qué partido estaba? Del partido de la humanidad. Dentro de la humanidad, Francia; dentro de Francia elegía al pueblo; en el pueblo, elegía a la mujer. Creía, y probablemente tenía razón, haber lle-gado a la verdad de la vida y de la filosofía humana, y había concluido por mirar sólo el cie-lo, la única 243

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