ignominia está sedienta de conside-ración. —Esta luz alumbra muy poco —prosiguió el obispo. La señora Magloire lo oyó; tomó de la chime-nea del cuarto de Su Ilustrísima los dos candela-bros de plaza, y los puso encendidos en la mesa. —Señor cura —dijo el hombre—, sois bueno; no me despreciáis, me recibís en vuestra casa. Encen-déis las velas para mí. Y sin embargo, no os he ocultado de donde vengo, y que soy un misera-ble. El obispo, que estaba sentado a su lado, le tocó suavemente la mano: —No tenéis que decirme quien sois. Esta no es mi casa, es la casa de Jesucristo. Esa puerta no pregunta al que entra por ella si tiene un nombre, sino si time algún dolor. Padecéis; tenéis hambre y sed; pues sed bien venido. No melo agradezcáis; no me digáis que os recibo en mi casa. Aquí no está en su casa más que el que necesita asilo. Vos que pasáis por aquí, estáis en vuestra casa más que en la mía. Todo lo que hay aquí es vuestro. ¿Para qué necesito saber vuestro nombre? Además, tenéis un nombre que antes que me lo dijeseis ya lo sabía. El hombre abrió sus ojos asombrado. —¿De veras? ¿Sabíais cómo me llamo? —Sí —respondió el obispo—, ¡os llamáis mi her-mano! —¡Ah, señor cura! —exclamó el viajero—. Antes de entrar aquí tenía mucha hambre; pero sois tan bueno, que ahora no sé lo que tengo. El hambre se me ha pasado. El obispo lo miró y le dijo: —¿Habéis padecido mucho? —¡Mucho! ¡La chaqueta roja, la cadena al pie, una tarima para dormir, el calor, el frío, el trabajo, los apaleos, la doble cadena por nada, el calabo-zo por una palabra, y, aun enfermo en la cama, la cadena! ¡Los perros, los perros son más felices! ¡Diecinueve años! Ahora tengo cuarenta y seis, y un pasaporte amarillo. 24
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