vencer, dominar, fulminar, ser en medio de Europa un pueblo dorado a fuerza de gloria; tocar a través de la historia una marcha de titanes; con-quistar el mundo dos veces, por conquista y por deslumbramiento, esto es sublime. ¿Qué hay más grande? —Ser libre —dijo Combeferre. Marius bajó la cabeza; esta sola palabra, senci-lla y fría, atravesó como una hoja de acero su épica efusión, y sintió que ésta se desvanecía en él. Cuando levantó la vista, Combeferre no estaba allí; satisfecho, probablemente, de su réplica, ha-bía partido y todos, excepto Enjolras, le habían seguido. La sala estaba vacía. Marius se preparaba para traducir en silogis-mos dirigidos a Enjolras lo que quedaba dentro de él, cuando se escuchó la voz de Combeferre que cantaba al alejarse: Si Cesar me hubiera dado la gloria y la guerra Pero tuviera yo que abandonar el amor de mi madre, Le diría yo al gran Cesar— toma tu cetro y tu carro, Amo más a mi madre, amo más a mi madre. —Ciudadano —dijo Enjolras, poniendo una mano en el hombro de Marius—, mi madre es la República. IV. Ensanchando el horizonte Lo ocurrido en aquella reunión produjo en Marius una conmoción profunda, y una oscuridad triste en su alma. ¿Debía abandonar una fe cuando aca-baba de adquirirla? Se dijo que no, se aseguró que no debía dudar; pero, a pesar suyo, dudaba. Temía, después de haber dado tantos pasos que lo habían aproximado a su padre, dar otros nuevos que lo alejaran de él. Ya no estaba de acuerdo ni con su abuelo, ni con sus amigos; era temerario para el uno, retrógrado para los otros. Dejó de ir al Café Musain. Esta turbación de su conciencia no le permitía pensar en algunos pormenores bastante serios de la vida; pero una mañana entró en su cuarto el dueño de la hostería y le dijo: 235
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