—Córcega; isla pequeña que ha hecho grande a Francia. Estas palabras fueron como un soplo de aire helado. Se notaba que algo estaba por comenzar. Enjolras, cuyos ojos azules parecían contem-plar el vacío, respondió sin mirar a Marius: —Francia no necesita ninguna Córcega para ser grande. Francia es grande porque es Francia. Marius no experimentó deseo alguno de retro-ceder. Se volvió hacia Enjolras y dejó oír en su voz una vibración que provenía del estremeci-miento de su corazón: —No permita Dios que yo pretenda disminuir a Francia. Pero no la disminuye el unirla a Napo-león. Hablemos de esto. Yo soy nuevo entre voso-tros, pero os confieso que no me asustáis. Hable-mos del emperador. Os oigo decir Bonaparte, como los realistas; os advierto que mi abuelo va más lejos, dice Bonaparte. Os creía jóvenes. ¿En qué ponéis vuestro entusiasmo? ¿Qué hacéis? ¿Qué admiráis si no admiráis al emperador? ¿Qué más necesitáis? Si no consideráis grande a éste, ¿qué grandes hombres queréis? Napoleón lo tenía todo. Era un ser completo. Su cerebro era el cubo de las facultades humanas. Hacía la historia y la es-cribía. De pronto, Europa se asustaba y escucha-ba; los ejércitos se ponían en marcha; había gritos, trompetas, temblor de tronos; oscilaban las fronte-ras de los reinos en el mapa; se oía el ruido de una espada sobrehumana que salía de la vaina; se le veía elevarse sobre el horizonte con una llama en la mano, y el resplandor en los ojos, desple-gando en medio del rayo sus dos alas, es decir, el gran ejército y la guardia veterana. ¡Era el arcángel de la guerra! Todos callaban. Marius, casi sin tomar aliento, continuó con entusiasmo creciente: —Seamos justos, amigos. ¡Qué brillante destino de un pueblo ser el imperio de semejante empe-rador, cuando el pueblo es Francia, y asocia su genio al genio del gran hombre! Aparecer y reinar, marchar y triunfar, tener por etapas todas las capi-tales, hacer reyes de los granaderos, decretar caí-das de dinastías, transfigurar a Europa a paso de carga; 234

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