pero ahora sospechaba con inquietud que no las tenía. El prisma por el cual lo veía todo empezaba de nuevo a desplazarse. Parecía que para aquellos jóvenes no había \"cosas sagradas\". Marius escuchaba, sobre todo, un idioma nuevo y singular, molesto para su alma, aún muy tímida. Ninguno de ellos decía nunca \"el emperador\", todos hablaban de Bonaparte. Marius estaba asombrado. El choque entre mentalidades jóvenes ofrece la particularidad admirable de que no se puede nunca prever la chispa, ni adivinar el relámpago. ¿Qué va a brotar en un momento dado? Nadie lo sabe. La carcajada parte de la ternura; la seriedad sale de un momento de burla. Los impulsos pro-vienen de la primera palabra que se oye. La vena de cada uno es soberana. Un chiste basta para abrir la puerta de lo inesperado. Estas conversa-ciones son entretenimientos de bruscos cambios, en que la perspectiva varía súbitamente. La casua-lidad es el maquinista de estas discusiones. Así, una idea importante, que surgió capri-chosamente de entre un juego de palabras, atra-vesó esta conversación en que se tiroteaban con-fusamente Grantaire, Bahorel, Prouvaire, Laigle, Combeferre y Courfeyrac. En medio de la gritería Laigle gritó algo que terminó por esta fecha: 18 de junio de 1815, Waterloo. Al oírla, Marius; sentado a una mesa, principió a mirar fijamente al auditorio. —Pardiez —exclamó Courfeyrac—, esa cifra 18 es extraña, y me conmueve. Es la cifra fatal de Bona-parte, y la de Luis y la de brumario. Ahí tenéis todo el destino del hombre, con esa particularidad de que el fin le pisa los talones al comienzo. Enjolras, que hasta entonces había permaneci-do, mudo, dijo: —Quieres decir, la expiación al crimen. Esta palabra, crimen, pasaba el límite de lo que Marius podía aceptar, ya bastante emociona-do con la alusión a Waterloo. Se levantó y fue lentamente hacia el mapa de Francia que había en la pared, en cuya parte inferior se veía una isla en un cuadrito separado, y puso el dedo en este recuadro, diciendo: 233

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