En pocos días se hizo Marius amigo de Cour-feyrac. La juventud es la estación de las soldadu-ras rápidas y de las cicatrices leves. Marius, al lado de Courfeyrac, respiraba libremente, cosa que era bastante nueva para él. Courfeyrac no le hizo ninguna pregunta, ni pensó siquiera en hacerla. A esa edad, las fisonomías lo dicen todo en seguida y la palabra es inútil. Hay jóvenes que tienen rostros abiertos. Se miran y se conocen. Sin embargo, una mañana Courfeyrac le hizo bruscamente esta pregunta: —A propósito, ¿tenéis opinión política? —¡Vaya! —dijo Marius, casi ofendido de la pre-gunta. —¿Qué sois? —Demócrata bonapartista. —Matiz gris de ratón confiado —dijo Courfeyrac. Al día siguiente, Courfeyrac llevó a Marius al Café Musain y le dijo al oído sonriéndose: —Es preciso que os dé vuestra entrada a la revolución. Lo condujo a la sala de los amigos del ABC, y lo presentó a los demás compañeros, diciendo sólo estas palabras, que Marius no comprendió: —Un discípulo. Marius había caído en un avispero de talentos, pero, aunque silencioso y grave, no era su inteli-gencia la menos ágil, ni la menos dotada. Hasta entonces solitario y aficionado al monó-logo y al aparte, por costumbre y por gusto, se quedó como asustado ante esa bandada de pája-ros. El vaivén tumultuoso de aquellos ingenios libres y laboriosos confundía sus ideas. Oía hablar de filosofía, de literatura, de arte, de historia y de religión, de una manera inaudita. Vislumbraba aspectos extraños, y como no los ponía en perspectiva, no estaba seguro de no ver el caos. Al abandonar las opiniones de su abuelo por las de su padre, creyó adquirir ideas claras; 232
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