—Soy —dijo el obispo— un sacerdote que vive aquí. —¡Un sacerdote! —dijo el hombre—. ¡Oh, un buen sacerdote! Entonces ¿no me pedís dinero? Sois el cura, ¿no es esto? ¿El cura de esta iglesia? Mientras hablaba había dejado el saco y el palo en un rincón, guardado su pasaporte en el bolsillo y tomado asiento. La señorita Baptistina lo miraba con dulzura. —Sois muy humano, señor cura —continuó di-ciendo—; vos no despreciáis a nadie. Es gran cosa un buen sacerdote. ¿De modo que no tenéis nece-sidad de que os pague? —No —dijo el obispo—, guardad vuestro dinero. ¿Cuánto tenéis? ¿No me habéis dicho que ciento nueve francos? —Y quince sueldos —añadió el hombre. —Ciento nueve francos y quince sueldos. ¿Y cuánto tiempo os ha costado ganar ese dinero? —¡Diecinueve años! El obispo suspiró profundamente. El hombre prosiguió: Todavía tengo todo mi dinero. En cuatro días no he gastado más que veinticinco sueldos, que gané ayudando a descargar unos carros en Grasse. El obispo se levantó a cerrar la puerta, que había quedado completamente abierta. La señora Magloire volvió, con un cubierto que puso en la mesa. —Señora Magloire —dijo el obispo—, poned ese cubierto lo más cerca posible de la chimenea. —Y se volvió hacia el huésped—: El viento de la noche es muy crudo en los Alpes. ¿Tenéis frío, caballero? Cada vez que pronunciaba la palabra caballe-ro con voz dulcemente grave, se iluminaba la fisonomía del huésped. Llamar caballero a un pre-sidiario, es dar un vaso de agua a un náufrago de la Medusa. La 23
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