puerta del Café Musain. Tenía el aspecto de una cariátide en vacaciones. No llevaba consigo más que sus ensueños, y miraba lánguidamente hacia la plaza Saint—Michel. De pron-to vio, a través de su sonambulismo, un cabriolé que pasaba con lentitud por la plaza. Iba dentro, al lado del cochero, un joven, y delante del joven una maleta. La maleta mostraba a los transeúntes este nombre escrito en gruesas letras negras en un papel pegado a la tela: Marius Pontmercy. Este nombre hizo cambiar la posición a Laigle. Se enderezó, y gritó al joven del cabriolé: —¡Señor Marius Pontmercy! El cabriolé se detuvo. El joven, que parecía ir meditando, levantó los ojos. —¿Sois el señor Marius Pontmercy? —Sin duda. —Os buscaba —dijo Laigle. —¿Cómo me conocéis? —preguntó Marius—. Yo no os conozco. —Ni yo tampoco a vos —dijo Laigle. Marius creyó encontrarse con un chistoso, y como no estaba del mejor humor para bromas en aquel momento en que recién salía para siempre de casa de su abuelo, frunció el entrecejo. Pero Laigle, imperturbable, prosiguió: —No fuisteis anteayer a la escuela. —Es posible. —Es la verdad. ¿Sois estudiante de Derecho? —preguntó Marius. —Sí, señor, como vos. Anteayer entré en la Base por casualidad; ya comprenderéis que alguna que otra vez le dan a uno esas ideas. El profe-sor iba a pasar lista, y no ignoráis cuán ridículos son todos los profesores en esos momentos. A las 229

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