mente; después levantó los ojos, miró fijamente a su abuelo, y gritó con voz tonante: —¡Abajo los Borbones! ¡Abajo ese cerdo de Luis XVIII! Luis XVIII había muerto hacía cuatro años; pero a Marius le daba lo mismo. El anciano pasó del color escarlata que tenía de rabia a una blancura mayor que la de sus cabellos. Dio algunos pasos por la habitación, y después se inclinó ante su hija, que asistía a esta escena con el estupor de una oveja, y le dijo con una sonrisa casi tranquila: —Un barón como este caballero y un plebe-yo como yo no pueden vivir bajo un mismo techo. Y después, enderezándose pálido, tembloroso, amenazante, en el colmo de la cólera, extendió el brazo hacia Marius, y le gritó: —¡Vete! Marius salió de la casa. Al día siguiente, el señor Gillenormand dijo a su hija: —Enviaréis cada seis meses sesenta pistolas a ese bebedor de sangre, y no me volveréis a hablar de él. Marius se fue indignado. Una de esas peque-ñas fatalidades que complican los dramas domés-ticos hizo que cuando Nicolasa llevó \"las porque-rías\" de Marius a su cuarto, se cayera en la escala, que estaba muy obscura, el medallón de tafilete negro con la carta del coronel. Al no poderlo encontrar, Marius supuso que el señor Gillenormand, como lo llamaba desde ahora, lo había arrojado al fuego. Se fue sin decir ni saber adónde, con treinta francos, su reloj y algunas ropas en un maletín. Subió a un cabriolé, lo contrató por horas, y se dirigió, a la ventura, al Barrio Latino. ¿Qué iba a ser de él? 225
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