exclamó con su aire de superioridad burguesa y burlona: —¡Vaya, vaya, vaya, vaya! Ahora eres barón. Te felicito. ¿Qué quiere decir todo esto? Marius se ruborizó ligeramente, y respondió: —Eso quiere decir que soy el hijo de mi padre. El señor Gillenormand dejó de reírse, y dijo con dureza: —Tu padre soy yo. —Mi padre —dijo Marius muy serio y con los ojos bajos— era un hombre humilde y heroico, que sirvió gloriosamente a la República y a Fran-cia; que fue grande en la historia más grande que han hecho los hombres; que vivió un cuarto de siglo en el campo de batalla, por el día bajo la metralla y las balas, de noche entre la nieve, en el lodo, bajo la lluvia; que recibió veinte heridas; que ha muerto en el olvido y en el abandono, y que no ha cometido en su vida más que una falta, amar demasiado a dos ingratos: su país y yo. Esto era más de lo que el señor Gillenormand podía oír. Cada una de las palabras que Marius acababa de pronunciar, principiando por la repú-blica, había hecho en el rostro del viejo realista el efecto del soplo de un fuelle de fragua sobre un tizón encendido. —¡Marius! —exclamó—. ¡Mocoso insolente! ¡Yo no sé lo que era lo padre! ¡No quiero saberlo! ¡No sé nada! ¡Pero lo que sé es que entre esa gente nunca ha habido más que miserables! Eran todos unos pordioseros, asesinos, boinas rojas, ladrones. ¡Todos! ¿Lo oyes, Marius? ¡Ya lo ves, eres tan ba-rón como mi zapatilla! ¡Todos eran bandidos los que sirvieron a Bonaparte! ¡Todos traidores, que vendieron a su rey legítimo! ¡Todos cobardes, que huyeron ante los prusianos y los ingleses en Water-loo! Esto es lo que sé. Si vuestro señor padre es uno de ellos, lo ignoro, lo siento. Marius temblaba entero; no sabía qué hacer; le ardía la cabeza. Su padre acababa de ser pisoteado y humillado en su presencia; pero, ¿por quién? Por su abuelo. ¿Cómo vengar al uno sin ultrajar al otro? Permaneció algunos instantes atur-dido y vacilante, con todo este remolino en la 224

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