Y un momento después hacía una entrada triun-fal en la sala en que estaba bordando la señorita Gillenormand. Llevaba en una mano el abrigo y el cordón en la otra. —¡Victoria! —exclamó—. ¡Vamos a resolver el mis-terio! ¡Vamos a palpar los libertinajes de este hipó-crita! Tengo el retrato. En efecto, del cordón pendía una cajita de tafilete negro, muy semejante a un medallón. La caja se abrió apretando un resorte, pero no encontraron en ella más que un papel cuidadosa-mente doblado. —Ya sé lo que es —dijo el señor Gillenormand echándose a reír—. ¡Una carta de amor! —¡Ah! ¡Leámosla! —dijo la tía. —\"Para mi hijo. El emperador me hizo barón en el campo de batalla de Waterloo. Ya que la Restauración me niega este título que he compra-do con mi sangre, mi hijo lo tomará y lo llevará. Estoy cierto que será digno de él.\" El señor Gillenormand dijo en voz baja, y como hablándose a sí mismo: —Es la letra del bandido. La tía examinó el papel, lo volvió en todos sentidos, y después lo volvió a poner en la cajita. En aquel momento cayó al suelo del bolsillo del abrigo un paquetito cuadrado, envuelto en papel azul. La señorita Gillenormand lo recogió, y desdobló el papel azul; era el ciento de tarjetas de Marius. Cogió una y se la dio a su padre, que leyó: El barón Marius Pontmercy. El señor Gillenormand cogió el cordón, la caja y el abrigo, los tiró al suelo en medio de la sala, y llamó a Nicolasa. —¡Sacad de aquí esas porquerías! —le gritó. Pasó una hora en profundo silencio. De pronto apareció Marius. Antes de atravesar el umbral del salón, vio a su abuelo que tenía en la mano una de sus tarjetas. El anciano, al verlo, 223

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