uniforme—. ¿Qué diablos voy a escribir ahora a mi buena tía? En aquel momento apareció en la ventanilla de la berlina un pantalón negro que descendía de la imperial. —¿Será Marius? —se dijo el teniente. Era Marius. Al pie del coche, y entre los caballos y los postillones„ una jovencita del pueblo ofrecía flores a los viajeros. —Flores para vuestras damas, señores —gritaba. Marius se acercó a la joven y le compró las flores más hermosas que llevaba en la cesta. —Vamos bien —dijo Teódulo saltando de la ber-lina—, esto ya me está gustando. ¿A quién diantre va a llevar esas flores? Es preciso que sea una mujer muy linda para merecer tan hermoso rami-llete. Hay que conocerla. Y no ya por mandato, sino por curiosidad personal, como los perros que cazan por cuenta propia, se puso a seguir a su primo. Marius no lo vio, a él ni a las elegantes muje-res que pasaban a su lado; parecía no ver nada a su alrededor. —¡Está enamorado! —pensó Teódulo. Marius se dirigió a la iglesia, pero no entró; dio la vuelta por detrás del presbiterio, y desapa-reció. —La cita es fuera de la iglesia —dijo Teódulo—. ¡Magnífico! Veamos quién es esa mujer. Y se adelantó en puntillas hacia el sitio en que había dado la vuelta Marius. Cuando llegó allí se quedó estupefacto. Marius, con la frente entre ambas manos, esta-ba arrodillado en la hierba, junto a una tumba. Había deshojado el ramo sobre ella. En el extre-mo de la fosa había una cruz de madera negra, con este nombre escrito en letras blancas: El coro-nel barón de Pontmercy. 221
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