profunda rebelión cuando recor-daba que el señor Gillenormand lo había separa-do sin piedad del coronel, privando al hijo de su padre y al padre de su hijo. Por compasión hacia su padre, llegó casi a tener aversión a su abuelo. Pero nada de esto salía al exterior. Solamente se notaba que cada día se mostraba más frío, más lacónico en la mesa, y con más frecuencia ausente de la casa. Marius hacía a menudo algunas escapatorias. —Pero, ¿adónde va? —preguntaba la tía. En uno de estos viajes, siempre cortos, fue a Montfermeil para cumplir la indicación que su padre le había hecho, y buscó al antiguo sargento de Waterloo, al posadero Thenardier. Thenardier había quebrado; la posada estaba cerrada, y nadie sabía qué había sido de él. —Decididamente —dijo el abuelo—, el joven se mueve. Había notado que Marius llevaba bajo la cami-sa, sobre su pecho, algo que pendía de una cinta negra que colgaba del cuello. IV. Algún amorcillo El señor Gillenormand tenía un sobrino, el tenien-te Teódulo Gillenormand, que los visitaba en París en tan raras ocasiones que Marius nunca había llegado a conocerlo. Teódulo era el favorito de la tía Gillenormand, que tal vez lo prefería porque no lo veía casi nunca. No ver a las personas es cosa que permite suponer en ellas todas las perfecciones. Una mañana, la señorita Gillenormand mayor estaba bordando en su cuarto y pensando con curiosidad en las ausencias de Marius. Este acababa de pedir permiso al abuelo para hacer un corto viaje, y saldría esa misma tarde. De pronto se abrió la puerta; levantó la mirada y vio al teniente Teó-dulo ante ella haciéndole el saludo militar. Dio un grito de alegría. Una mujer puede ser vieja, mojiga-ta, devota, tía, pero siempre se alegra al ver entrar en su cuarto a un gallardo oficial de lanceros. —¡Tú aquí, Teódulo! —exclamó. —¡De paso no más, tía! Parto esta tarde. Cam-biamos de guarnición y para ir a la nueva tene-mos que pasar por París, y me he dicho: Voy a ver 218
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