—Caballero —dijo Marius—, era mi padre. El viejo juntó las manos, y exclamó: —¡Ah, sois su hijo! Sí, ahora debía de ser ya un hombre. Pues bien, podéis decir que habéis teni-do un padre que os ha querido mucho. Marius ofreció el brazo al anciano y lo acom-pañó hasta su casa. Al día siguiente dijo al señor Gillenormand: —Hemos arreglado entre algunos amigos una partida de caza. ¿Me dejáis ir por tres días? —¡Por cuatro! —respondió el abuelo—. Anda, di-viértete. Y, guiñando el ojo, dijo en voz baja a su hija: —Algún amorcillo. El joven estuvo tres días ausente, después vol-vió a París, se fue derecho a la biblioteca de Jurisprudencia y pidió la colección del Monitor. En él leyó la historia de la República y del Imperio, el Memorial de Santa Elena, todo lo de-voró. La primera vez que encontró el nombre de su padre en los boletines del gran ejército, tuvo fiebre durante una semana. Visitó a todos los ge-nerales a cuyas órdenes había servido Jorge Pont-mercy. El señor Mabeuf, a quien había vuelto a ver, le contó la vida en Vernon, el retiro del coro-nel, sus flores, su soledad. Marius llegó a conocer íntimamente a aquel hombre excepcional, sublime y amable, a aquella especie de león—cordero, que había sido su padre. Mientras tanto, ocupado en este estudio que le consumía todo su tiempo y todos sus pensamientos, casi no veía al señor Gillenormand. Iba a casa sólo a las horas de comer. Gillenormand se sonreía. —¡Bien! Está en la edad de los amores —mur-muraba. Un día añadió: —¡Demonios! Creía que esto era una distrac-ción; pero voy viendo que es una pasión. Era una pasión, en efecto. Marius comenzaba a adorar a su padre. 216

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