—Ya no os espera. Marius notó entonces que estaba llorando. La mujer le señaló con el dedo la puerta de una sala baja, donde entró. En aquella, sala, iluminada por una vela de sebo colocada sobre la chimenea, había tres hom-bres; uno de pie, otro de rodillas y otro tendido sobre los ladrillos. El que estaba en el suelo era el coronel. Los otros dos eran un médico y un sacer-dote que oraba. El coronel había sido atacado hacía tres días por una fiebre cerebral; al principio de la enfer-medad tuvo un mal presentimiento, y escribió al señor Gillenormand para llamar a su hijo. El en-fermo se agravó, y el mismo día de la llegada de Marius a Vernon el coronel había tenido un acce-so de delirio; se había levantado del lecho a pesar de la oposición de la criada, gritando: —¡Mi hijo no viene!, ¡voy a buscarlo! Y habiendo salido de su cuarto cayó en los ladrillos de la antecámara. Acababa de expirar. Habían sido llamados el médico y el cura; pero el médico llegó tarde y el sacerdote llegó tarde. También el hijo llegó tarde. A la débil luz de la vela se distinguía en la mejilla del coronel que yacía pálido en el suelo, una gruesa lágrima que brotara de su ojo ya mori-bundo. El ojo se había apagado, pero la lágrima no se había secado aún. Aquella lágrima era la tardanza de su hijo. Marius miró a ese hombre, a quien veía por primera y última vez; contempló su fisonomía venerable y varonil, sus ojos abiertos que no mira-ban, sus cabellos blancos. Contempló la gigantes-ca cicatriz que imprimía un sello de heroísmo en aquella fisonomía, marcada por Dios con el sello de la bondad. Pensó que ese hombre era su padre, y que estaba muerto, y permaneció inmóvil. La tristeza que experimentó fue la misma que hubiera sentido ante cualquier otro muerto. El dolor, un dolor punzante, reinaba en la sala. La criada sollozaba en un rincón, el sacerdo-te rezaba y se le oía suspirar, el 213
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