—Para ver a tu padre. Marius se estremeció. En todo había pensado, excepto en que podría llegar un día en que tuvie-ra que ver a su padre. No podía encontrar nada más inesperado, más sorprendente y, digámoslo, más desagradable. Estaba convencido de que su padre, el cuchillero como lo llamaba el señor Gillenormand en los días de mayor amabilidad, no lo quería, lo que era evidente porque lo había abandonado y entregado a otros. Creyendo que no era amado, no amaba. Nada más sencillo, se decía. Quedó tan estupefacto, que no preguntó nada. El abuelo añadió: —Parece que está enfermo; lo llama. Y después de un rato de silencio, añadió: —Parte mañana por la mañana. Creo que hay en la Plaza de las Fuentes un carruaje que sale a las seis y llega por la noche. Tómalo. Dice que es de urgencia. Después arrugó la carta y se la metió en el bolsillo. Marius hubiera podido partir aquella misma noche, y estar al lado de su padre al día siguiente por la mañana, porque salía entonces una diligen-cia de noche que iba a Rouen y pasaba por Ver-non. Pero ni el señor Gillenormand ni Marius pen-saron en informarse. Al día siguiente al anochecer llegaba Marius a Vernon. Principiaban a encenderse las luces. En-contró la casa sin dificultad. Le abrió una mujer con una lamparilla en la mano. —¿El señor Pontmercy? —dijo Marius. La mujer permaneció muda. —¿Es aquí? La mujer hizo con la cabeza un signo afirmativo. —¿Puedo hablarle? La mujer hizo un gesto negativo. —¡Es que soy su hijo! —dijo Marius—. Me espera. 212

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