que lloraba como una mujer, impresionó al señor Mabeuf. Un día que fue a Vernon a ver a su hermano, se encontró en el puente al coronel Pontmercy, y reconoció en él al hombre de San Sulpicio. Habló de él al cura, y ambos, bajo un pretexto cualquiera, hicieron una visita al coronel, visita que trajo detrás de sí muchas otras. El coronel, muy reservado al principio, con-cluyó por abrir su corazón; y el cura y su herma-no llegaron a saber toda la historia, y cómo Pontmercy sacrificaba su felicidad por el porvenir de su hijo. Esto hizo nacer en el corazón del párroco un profundo cariño y respeto por el coronel, quien a su vez le tomó gran afecto. Cuando ambos son sinceros, no hay nada que se amalgame mejor que un viejo sacerdote y un viejo soldado. Dos veces al año, el 1° de enero y el día de San Jorge, escribía Marius a su padre cartas que le dictaba su tía, y que parecían copiadas de algún formulario; esto era lo único que permitía el señor Gillenormand. El padre respondía en cartas muy tiernas, que el abuelo se guardaba en el bolsillo sin leerlas. Marius Pontmercy hizo, como todos los niños, los estudios corrientes. Cuando salió de las manos de su tía Gillenormand, su abuelo lo entregó a un digno profesor de la más pura ignorancia clásica, y así aquel joven espíritu que empezaba a abrirse, pasó de una mojigata a un pedante. Marius termi-nó los años de colegio, y después entró a la escuela de Derecho. Era realista fanático y muy austero. Quería muy poco a su abuelo, cuya ale-gría y cuyo cinismo lo ofendían, y tenía una som-bría idea respecto de su padre. Por lo demás, era un joven entusiasta, noble, generoso, altivo, religioso, exaltado, digno hasta la dureza, puro hasta la rudeza. II. Fin del bandido Marius acababa de cumplir los diecisiete años en 1827 y terminaba sus estudios. Un día al volver a su casa vio a su abuelo con una carta en la mano. —Marius —le dijo—, mañana partirás para Ver-non. —¿Para qué? —dijo Marius. 211

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