cubierto de sangre, pues había recibi-do, al apoderarse de ella, un sablazo en la cara. El emperador, lleno de satisfacción, le dijo: Sois coro-nel, barón y oficial de la Legión de Honor. Después de Waterloo, la Restauración dejó a Pontmercy a media paga, y después lo envió al cuartel, es decir, sujeto a vigilancia en Vernon. El rey Luis XVIII, considerando como no sucedido todo lo que se había hecho en los Cien Días, no le recono-ció ni la gracia de oficial de la Legión de Honor, ni su grado de coronel, ni su título de barón. En tiempos del Imperio, entre dos guerras, había encontrado la oportunidad para casarse con la señorita Gillenormand. En 1815 murió esta mu-jer admirable, inteligente, poco común, y digna de su marido, dejándole un niño. Ese niño habría sido la felicidad del coronel en su soledad; pero el abuelo reclamó imperiosamente a su nieto, de-clarando que, si no se lo entregaba, lo deshereda-ría. Impuso expresamente que Pontmercy no trataría nunca de ver ni hablar a su hijo. El padre accedió por el interés del niño, y no pudiendo tener al lado a su hijo, se dedicó a amar a las flores. La herencia del abuelo Gillenormand era poca cosa; pero la de la señorita Gillenormand mayor era grande, porque su madre había sido muy rica, y habiendo ella permanecido soltera, el hijo de su hermana era su heredero natural. El niño, que se llamaba Marius, sabía que tenía padre, pero nada más. Nadie abría la boca para hablarle de él, y llegó poco a poco a no pensar en su padre sino lleno de vergüenza y con el corazón oprimido. Mientras Marius crecía en esta atmósfera, cada dos o tres meses se escapaba el coronel, iba furti-vamente a París y se apostaba en San Sulpicio, a la hora en que la señorita Gillenormand llevaba a Marius a misa; y allí, temblando al pensar que la tía podía darse vuelta y verlo, oculto detrás de un pilar, inmóvil, sin atreverse apenas a respirar, miraba a su hijo. Aquel hombre, lleno de cicatrices, tenía miedo de una vieja solterona. Aquí había nacido su amistad con el cura de Vernon, señor Mabeuf. Este digno sacerdote tenía un hermano, admi-nistrador de la Parroquia de San Sulpicio, que había visto muchas veces a este hombre contem-plar a su hijo, y se había fijado en la cicatriz que le cruzaba la mejilla y en la gruesa lágrima que caía de sus ojos. Ese hombre de aspecto tan varo-nil y 210

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