los discursos de la autoridad en favor del pueblo francés; ahondar las junturas del empedra-do. Tiene su moneda, que se compone de todos los pedazos de cobre que se encuentra en la calle. Esta curiosa moneda, llamada \"hilacha\", posee una cotización invariable entre esta bohemia infantil. Tiene su propia fauna, que observa cuidado-samente por los rincones. Buscar salamandras en-tre las piedras es un placer extraordinario, y no menor lo es el de levantar el empedrado y ver correr las sabandijas. Por la noche el pilluelo, gracias a algunas mo-nedas que siempre halla medio de procurarse, va al teatro, y allí se transfigura. También basta que él esté allí con su alegría, con su poderoso entu-siasmo, con sus aplausos, para que esa sala estre-cha, fétida, obscura, fea, malsana, repugnante, sea el paraíso. Este pequeño ser grita, se burla, se mueve, pelea; va vestido en harapos como un filósofo; pesca y caza en las cloacas, saca alegría de la inmundicia, aturde las calles con su locuacidad, husmea y muerde, silba y canta, aplaude a insulta, encuentra sin buscar, sabe lo que ignora, es loco hasta la sabiduría, poeta hasta la obscenidad, se revuelca en el estiércol, y sale de él cubierto de estrellas. El pilluelo ama la ciudad y ama también la soledad; tiene mucho de sabio. Cualquiera que vagabundee por las soledades contiguas a nuestros arrabales, que podrían lla-marse los limbos de París, descubre aquí y allá, en el rincón más abandonado, en el momento más inesperado, detrás de un seto poco tupido o en el ángulo de una lúgubre pared, grupos de niños malolientes, llenos de lodo y polvo, andrajosos, despeinados, que juegan coronados de florecillas: son los niños de familias pobres escapados de sus hogares. Allí viven lejos de toda mirada, bajo el dulce sol de primavera, arrodillados alrededor de un agujero hecho en la tierra, jugando a las boli-tas, disputando por un centavo, irresponsables, felices. Y, cuando os ven, se acuerdan de que tienen un trabajo, que les hace falta ganarse la vida, y os ofrecen en venta una vieja media de lana llena de abejorros, o un manojo de lilas. El encuentro con estos niños extraños es una de las experiencias más encantadoras, pero a la vez de las más dolorosas que ofrecen los alrededores de París. Son niños que no pueden salir de la atmósfera parisiense, del mismo 203

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