que había sentido su alma en seis me-ses lo llevaba de nuevo a las santas máximas del obispo, Cosette por el amor, el convento por la humildad. Algunas veces a la caída de la tarde, en el crepúsculo, a la hora en que el jardín estaba desierto, se le veía de rodillas en medio del pa-seo que costeaba la capilla, delante de la venta-na por donde había mirado la primera noche, vuelto hacia el sitio en que sabía que la hermana que hacía el desagravio estaba prosternada en oración. Rezaba arrodillado ante esa monja. Pare-cía que no se atrevía a arrodillarse directamente delante de Dios. Todo lo que lo rodeaba, aquel jardín pacífico, aquellas flores embalsamadas, aquellas niñas dan-do gritos de alegría, aquellas mujeres graves y sencillas, aquel claustro silencioso, lo penetraban lentamente, y poco a poco su alma iba adquirien-do el silencio del claustro, el perfume de las flo-res, la paz del jardín, la ingenuidad de las monjas y la alegría de las niñas. Además, recordaba que precisamente dos casas de Dios lo habían acogido en los momentos críticos de su vida; la primera cuando todas las puertas se le cerraban y lo re-chazaba la sociedad humana; la segunda, cuando la sociedad humana volvía a perseguirlo, y el pre-sidio volvía a llamarlo; sin la primera, hubiera caído en el crimen; sin la segunda, en el suplicio. Su corazón se deshacía en agradecimiento, y ama-ba cada día más. Muchos años pasaron así; Cosette iba cre-ciendo. 200
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