cajón colocado junto a la cama. Poco después el obispo, sabiendo que su her-mana lo esperaba para cenar, cerró su libro y entró en el comedor. En ese momento, la señora Magloire hablaba con singular viveza. Se refería a un asunto que le era familiar, y al cual el obispo estaba ya acostumbrado. Tratábase del cerrojo de la puerta principal. Parece que yendo a hacer algunas compras para la cena había oído referir ciertas cosas en distintos sitios. Se hablaba de un vagabundo de mala catadura; se decía que había llegado un hom-bre sospechoso, que debía estar en alguna parte de la ciudad, y que podían tener un mal encuentro los que aquella noche se olvidaran de recoger-se temprano y de cerrar bien sus puertas. —Hermano, ¿oyes lo que dice la señora Magloire? —preguntó la señorita Baptistina. —He oído vagamente algo —contestó el obispo. Después, levantando su rostro cordial y fran-camente alegre, iluminado por el resplandor del fuego, añadió: —Veamos: ¿qué hay? ¿Qué sucede? ¿Nos ame-naza algún peligro? Entonces la señora Magloire comenzó de nue-vo su historia, exagerándola un poco sin querer y sin advertirlo. Decíase que un gitano, un desarrapa-do, una especie de mendigo peligroso, se hallaba en la ciudad. Había tratado de quedarse en la po-sada, donde no se le quiso recibir. Se le había visto vagar por las calles al obscurecer. Era un hombre de aspecto terrible, con un morral y un bastón. —¿De veras? —dijo el obispo. —Y como monseñor nunca pone llave a la puerta y tiene la costumbre de permitir siempre que entre cualquiera... En ese momento se oyó llamar a la puerta con violencia. —¡Adelante! —dijo el obispo. 20
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