Jean Valjean estaba sólo desmayado. El aire puro le devolvió el conocimiento. —Tengo frío —dijo. —¡Salgamos pronto de aquí! —dijo Fauchelevent. Cogió él la pala y Jean Valjean el azadón, y enterraron el ataúd vacío. Caía la noche. Se fueron por el mismo camino que había llevado el carro fúnebre. No tuvieron contratiempos; en un cementerio una pala y un azadón son el mejor pasaporte. Cuando llegaron a la verja, Fauchelevent, que lle-vaba en la mano la cédula del enterrador, la echó en la caja, el guarda tiró de la cuerda, se abrió la puerta y salieron. —¡Qué bien resultó todo! ¡Habéis tenido una idea magnífica, señor Magdalena! —dijo Fauchelevent. VI. Interrogatorio con buenos resultados Una hora después, en la oscuridad de la noche, dos hombres y una niña se presentaban en el número 62 de la calle Picpus. El más viejo de los dos cogió el aldabón y llamó. Eran Fauchelevent, Jean Valjean y Cosette. Los dos hombres habían ido a buscar a la niña a casa de la frutera, donde la había dejado Fauche-levent la víspera. Cosette había pasado esas veinti-cuatro horas sin comprender nada y temblando en silencio. Temblaba tanto, que no había llorado, no había comido ni dormido. La pobre frutera le había hecho mil preguntas sin conseguir más respuesta que una mirada triste, siempre la misma. Cosette no había dejado traslucir nada de lo que había oído y visto en los dos últimos días. Adivinaba que estaba atravesando una crisis y que era necesario ser prudente. ¡Quién no ha experimentado el terri-ble poder de estas tres palabras pronunciadas en cierto tono al oído de un niño aterrado: \"¡No digas nada!\" El miedo es mudo. Por otra parte, nadie guarda tan bien un secreto como un niño. Fauchelevent era del convento y sabía la con-traseña. Todas las puertas se abrieron. Así se resolvió el doble y difícil problema: salir y entrar. La priora, con el rosario en la mano, los espe-raba ya, acompañada de una 196

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