V. Entre cuatro tablas Todo sucedió como dijera Fauchelevent, y el viejo jardinero se fue cojeando tras la carroza, muy con-tento. Sus dos complots, uno con las religiosas y el otro con el señor Magdalena, habían sido un éxito. En cuanto se deshizo del enterrador, el viejo jardinero se inclinó hacia la fosa y dijo en voz baja: —¡Señor Magdalena! Nadie respondió. Fauchelevent tembló. Se dejó caer en la fosa más bien que bajó, se echó sobre el ataúd y gritó: —¿Estáis ahí? Continuó el silencio. Fauchelevent, casi sin respiración, sacó el for-món y el martillo, a hizo saltar la tapa de la caja. El rostro de Jean Valjean estaba pálido y con los ojos cerrados. Fauchelevent sintió que se le erizaban los ca-bellos; se puso de pie y se apoyó de espaldas en la pared de la fosa. —¡Está muerto! —murmuró. Entonces el pobre hombre se puso a sollozar. —¡Señor Magdalena! ¡Señor Magdalena! Se ha ahogado, bien lo decía yo. Y está muerto este hombre bueno, el más bueno de todos los hom-bres. No puede ser. ¡Señor Magdalena! ¡Señor al-calde! ¡Salid de ahí, por favor! Se inclinó otra vez a mirar a Jean Valjean y retrocedió bruscamente todo lo que se puede re-troceder en una sepultura. Jean Valjean tenía los ojos abiertos y lo miraba. Ver una muerte es una cosa horrible, pero ver una resurrección no lo es menos. Fauchelevent se quedó petrificado, pálido, confuso, rendido por el exceso de las emociones, sin saber si tenía que habérselas con un muerto o con un vivo. —Me dormí —dijo Jean Valjean. Y se sentó. Fauchelevent cayó de rodillas. —¡Qué susto me habéis dado! —exclamó. 195

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