—¿Y podríais esta noche, cuando todos duer-men en el convento, ocultarme en esa sala? —No, pero puedo ocultaros en un cuartito os-curo que da a la sala de los muertos, donde guardo mis útiles de enterrar, y cuya llave tengo. —¿A qué hora vendrá mañana el carro a buscar el ataúd? —A eso de las tres de la tarde. El entierro se hace en el cementerio Vaugirard un poco antes de anochecer y no está muy cerca. —Estaré escondido en el cuartito de las herra-mientas toda la noche y toda la mañana. ¿Y qué comeré? Tendré hambre. —Yo os llevaré algo. —Podéis ir a encerrarme en el ataúd a las dos. Fauchelevent retrocedió chasqueando los de-dos. —¡Pero eso es imposible! —¿Qué? ¿Tomar un martillo y clavar los clavos en una madera? Lo que parecía imposible a Fauchelevent, era simple para Jean Valjean, que había encarado peo-res desafíos para sus evasiones. Además, este recurso de reclusos lo fue tam-bién de emperadores. Pues, si hemos de creer al monje Agustín Castillejo, éste fue el medio de que se valió Carlos V, después de su abdicación, para ver por última vez a la Plombes, para hacerla entrar y salir del monasterio de Yuste. Fauchelevent, un poco más tranquilizado, pre-guntó: —Pero, ¿cómo habéis de respirar? —Ya respiraré. —¡En aquella caja! Solamente de pensar en ello me ahogo. —Buscaréis una barrena, haréis algunos aguje-ritos alrededor del sitio donde coincida la boca, y clavaréis sin apretar la tapa. 193

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