Nuevo silencio. Fauchelevent hizo con la mano izquierda ese gesto que parece dar por terminada una cuestión enfadosa. —Reverenda madre, yo soy el que ha de clavar la caja en el depósito de la iglesia; nadie puede entrar allí más que yo, y yo cubriré el ataúd con el paño mortuorio. —Sí, pero los mozos, al llevarlo al carro y al bajarlo a la fosa, se darán cuenta en seguida que no tiene nada dentro. —¡Ah, dia...! —exclamó Fauchelevent. La priora se santiguó y miró fijamente al jardi-nero. El blo se le quedó en la garganta. Se apresuró a improvisar una salida para hacer olvidar el juramento. —Echaré tierra en la caja y hará el mismo efec-to que si llevara dentro un cuerpo. —Tenéis razón. La tierra y el hombre son una misma cosa. ¿De modo que arreglaréis el ataúd vacío? —Lo haré. La fisonomía de la priora, hasta entonces tur-bada y sombría, se serenó. El jardinero se dirigió hacia la puerta. Cuando iba a salir, la priora elevó suavemente la voz. —Tío Fauvent, estoy contenta de vos. Mañana, después del entierro, traedme a vuestro hermano, y decidle que lo acompañe la niña. IV. Parece que Jean Valjean conocía a Agustín Castillejo Fauchelevent estaba perplejo. Empleó cerca de un cuarto de hora en llegar a su choza del jardín. Al ruido que hizo Fauchelevent al abrir la puer-ta, se volvió Jean Valjean. —¿Y qué? —Todo está arreglado, y nada está arreglado —contestó Fauchelevent—. Tengo ya permiso para entraros; pero antes es preciso que salgáis. Aquí 190

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