—¿Qué hacéis, buen amigo? —le preguntó. —Ya lo veis, buena mujer, me acuesto —le con-testó con voz colérica y dura. —¿Por qué no vais a la posada? —Porque no tengo dinero. —¡Ah, qué lástima! —dijo la anciana—. No llevo en el bolsillo más que cuatro sueldos. —Dádmelos. El viajero tomó los cuatro sueldos. —Con tan poco no podéis alojaros en una po-sada —continuó ella—. ¿Habéis probado, sin embargo? ¿Es posible que paséis así la noche? Tendréis sin duda frío y hambre. Debieran recibiros por caridad. —He llamado a todas las puertas y de todas me han echado. La mujer tocó el hombro al viajero, y le señaló al otro extremo de la plaza una puerta pequeña al lado del palacio arzobispal. —¿Habéis llamado —repitió— a todas las puertas? —Sí. —¿Habéis llamado a aquélla? —No. —Pues llamad allí. II. La prudencia aconseja a la sabiduría Aquella noche el obispo de D., después de dar un paseo por la ciudad, permaneció hasta bastante tarde encerrado en su cuarto. A las ocho trabajaba todavía con un voluminoso libro abierto sobre las rodillas, cuando la señora Magloire entró, según su costumbre, a sacar la plata del 19
RkJQdWJsaXNoZXIy Nzg5NTA=