muy profunda. Habló largamente de su edad, de sus enfermedades, del peso de los años que con-taban doble para él, de las exigencias crecientes del trabajo, de la extensión del jardín, de las malas noches que pasaba, como la última, por ejem-plo, en que había tenido que cubrir con estera los melones para evitar el efecto de la luna, y conclu-yó por decir que tenía un hermano (la priora hizo un movimiento), un hermano nada de joven (se-gundo movimiento de la priora, pero ahora de tranquilidad); que si se le permitía podría ir a vivir con él y ayudarlo; que era un excelente jardinero; que la comunidad podría aprovecharse de sus buenos servicios, más útiles que los suyos; que de otra manera, si no se admitía a su hermano, él que era el mayor y se sentía cansado a inútil para el trabajo, se vería obligado a irse; y que su her-mano tenía una nieta que llevaría consigo, y que se educaría en Dios en el convento, y podría, ¿quien sabe?, ser religiosa un día. Cuando hubo acabado, la priora interrumpió el paso de las cuentas del rosario por entre los dedos y le dijo: —¿Podríais conseguiros de aquí a la noche una barra fuerte de hierro? —¿Para qué? —Para que sirva de palanca. —Sí, reverenda madre —respondió Fauchelevent. Tío Fauvent, ¿habéis entrado en el coro de la capilla alguna vez? —Dos o tres veces. —Se trata de levantar una piedra. —¿Pesada? —La losa del suelo que está junto al altar. La madre Ascensión, que es fuerte como un hombre, os ayudará. Además, tendréis una palanca. —Está bien, reverenda madre; abriré la bóveda. —Las cuatro madres cantoras os ayudarán. —¿Y cuando esté abierta la cripta? —Será preciso volver a cerrarla. 185
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