—Y yo lo echo de aquí. —Pero, ¿dónde queréis que vaya? —A cualquier parte. El hombre cogió su garrote y su morral y se marchó. Pasó por delante de la cárcel. A la puerta colgaba una cadena de hierro unida a una campa-na. Llamó. Abriose un postigo. —Buen carcelero —le dijo quitándose respetuo-samente la gorra—, ¿queréis abrirme y darme aloja-miento por esta noche? Una voz le contestó: —La cárcel no es una posada. Haced que os prendan y se os abrirá. El postigo volvió a cerrarse. Entró en una callejuela a la cual daban mu-chos jardines. El viento frío de los Alpes comenza-ba a soplar. A la luz del expirante día el forastero descubrió una caseta en uno de aquellos jardines que costeaban la calle. Pensó que sería alguna choza de las que levantan los peones camineros a orillas de las carreteras. Sentía frío y hambre. Esta-ba resignado a sufrir ésta, pero contra el frío que-ría encontrar un abrigo. Generalmente esta clase de chozas no están habitadas por la noche. Logró penetrar a gatas en su interior. Estaba caliente, y además halló en ella una buena cama de paja. Se quedó por un momento tendido en aquel lecho, agotado. De pronto oyó un gruñido: alzó los ojos y vio que por la abertura de la choza asomaba la cabeza de un mastín enorme. El sitio en donde estaba era una perrera. Se arrastró fuera de la choza como pudo, no sin agrandar los desgarrones de su ropa. Salió de la ciudad, esperando encontrar algún árbol o alguna pila de heno que le diera abrigo. Pero hay momentos en que hasta la naturaleza parece hostil; volvió a la ciudad. Serían como las ocho de la noche. Como no conocía las calles, volvió a comenzar su paseo a la ventura. Cuando pasó por la plaza de la catedral, enseñó el puño a la iglesia en señal de amenaza. Destrozado por el cansancio, y no esperando ya nada se echó sobre un banco de piedra. Una anciana salía de la iglesia en aquel momen-to, y vio a aquel hombre tendido en la oscuridad. 18
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