—¿Qué casa es ésta? —Este es el convento del Pequeño Picpus, don-de vos me colocasteis como jardinero. Pero volva-mos al caso —prosiguió Fauchelevent—, ¿cómo de-monios habéis entrado aquí, señor Magdalena? Por más santo que seáis, sois hombre, y los hombres no entran aquí. Sólo yo. —Sin embargo —dijo Jean Valjean—, es preciso que me quede. —¡Ah, Dios mío! —exclamó Fauchelevent. Jean Valjean se aproximó a él. —Tío Fauchelevent, os he salvado la vida —le dijo en voz baja. —Yo he sido el primero en recordarlo —respon-dió Fauchelevent. —Pues bien: hoy podéis hacer por mí lo que yo hice en otra ocasión por vos. Fauchelevent tomó en sus arrugadas y temblo-rosas manos las robustas manos de Jean Valjean y permaneció algunos momentos como si no pudie-ra hablar. Por fin exclamó: —¡Sería una bendición de Dios que yo pudiera hacer algo por vos! ¡Yo, salvaros la vida! Señor alcalde, disponed, disponed de este pobre viejo. Una sublime alegría parecía transfigurar el ros-tro del anciano. —¿Qué queréis que haga? —preguntó. —Ya os lo explicaré. ¿Tenéis una habitación? —Tengo una choza, allá detrás de las ruinas del antiguo convento, en un rincón oculto a todo el mundo. Allí hay tres habitaciones. —Perfecto —dijo Jean Valjean—. Ahora tengo que pediros dos cosas. —¿Cuáles son, señor alcalde? La primera es que no digáis a nadie lo que sabéis de mí. La segunda, que no tratéis de saber más. 175

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