por aquel hombre desconocido, hizo retroceder a Jean Valjean. Todo lo esperaba menos eso. El que le habla-ba era un viejo cojo y encorvado, vestido como un campesino; en la rodilla izquierda llevaba una rodillera de cuero de donde pendía un cencerro. No se distinguía su rostro porque estaba en la sombra. El hombre se había quitado la gorra y decía tembloroso: —¡Ah! ¡Dios mío! ¿Cómo estáis aquí, señor Mag-dalena? ¿Por dónde habéis entrado? ¡Jesús! ¿Venís del cielo? No sería extraño; si caéis alguna vez, será del cielo. Pero, ¿sin corbata, sin sombrero, sin levita? ¿Se han vuelto locos los ángeles? ¿Cómo habéis entrado aquí? El hombre hablaba con una volubilidad en que no se descubría inquietud alguna; hablaba con una mezcla de asombro y de ingenua bondad. —¿Quién sois? ¿Qué casa es ésta? —preguntó Jean Valjean. —¡Esta sí que es grande! —dijo el viejo—. Soy el que vos mismo habéis colocado aquí. ¡Cómo! ¿No me conocéis? —No —replicó Jean Valjean—. ¿Por qué me co-nocéis a mí? —Me habéis salvado la vida —dijo el hom-bre. Entonces iluminó su perfil un rayo de luna y Jean Valjean reconoció a Fauchelevent. —¡Ah! —dijo Jean Valjean—, ¿sois vos? Sí, os co-nozco. —¡Me alegro mucho —dijo el viejo en tono de reproche. —¿Y qué hacéis aquí? —preguntó Valjean. —¡Tapo mis melones, por supuesto! —¿Y qué campanilla es esa que lleváis en la rodilla? —¡Ah! —dijo Fauchelevent , es para que eviten mi presencia. En esta casa no hay más que muje-res; hay muchas jóvenes, y parece que mi presen-cia es peligrosa. El cencerro les avisa y cuando me acerco se alejan. 174

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