Jean Valjean tembló; hacía un momento tem-blaba porque el jardín estaba desierto; ahora tem-blaba porque había alguien. ¿Quién era aquel hom-bre que llevaba un cencerro, lo mismo que un buey o un borrego? Haciéndose esta pregunta, tocó las manos dé Cosette. Estaban heladas. —¡Dios mío! —exclamó. La llamó en voz baja: —¡Cosette! No abrió los ojos. La sacudió con fuerza. No despertó. —Estará muerta —dijo, y se puso de pie, tem-blando de la cabeza a los pies. Pensó mil cosas terribles. Recordó que el sue-ño puede ser mortal a la intemperie y en una noche tan fría. Cosette seguía tendida en el suelo, sin mo-verse. ¿Cómo devolverle el calor? ¿Cómo despertarla? Todo lo demás se borró de su pensamiento. Se lanzó enloquecido fuera del cobertizo. Era preciso que Cosette estuviera lo más pron-to posible junto a un fuego y en un lecho. Corrió hacia el hombre que estaba en el jar-dín, después de haber sacado del bolsillo del cha-leco el paquete de dinero que llevaba. El hombre tenía la cabeza inclinada y no lo vio acercarse. Jean Valjean se puso a su lado y le dijo: —¡Cien francos! El hombre dio un salto y levantó la vista. —¡Cien francos si me dais asilo por esta noche! La luna iluminaba su semblante desesperado. —¡Pero si es el señor Magdalena! —exclamó el hombre. Este nombre pronunciado a aquella hora obs-cura, en aquel sitio solitario, 173

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