Cosette y Jean Valjean cayeron de rodillas. No sabían lo que era, no sabían dónde esta-ban; pero ambos sabían, el hombre y la niña, el penitente y la inocente, que debían estar arrodi-llados. Mientras cantaban, Jean Valjean no pensaba en nada. No veía la noche, veía un cielo azul. Le parecía que sentía abrirse las alas que tenemos todos dentro de nosotros. El canto se apagó. Había durado tal vez mu-cho tiempo; Jean Valjean no hubiera podido decir-lo. Las horas de éxtasis son siempre un minuto. Todo había vuelto al silencio; nada se oía en la calle, nada en el jardín. Todo había desapareci-do, así lo que amenazaba como lo que inspiraba confianza. El viento rozaba en lo alto de la tapia algunas hierbas secas que producían un ruido suave y lúgubre. V. Continúa el enigma Ya se había levantado la brisa matutina, lo que indicaba que debían ser la una o las dos de la mañana. La pobre Cosette no decía nada. Como se había sentado a su lado, y había inclinado la cabeza, Jean Valjean creyó que estaba dormida. Pero al mirarla bien vio que tenía los ojos entera-mente abiertos y una expresión meditabunda, que le causó dolorosa impresión. La pobrecita temblaba sin parar. —¿Tienes sueño? —dijo Jean Valjean. —Tengo mucho frío —respondió. Un momento después añadió: ¿Está ahí todavía? —¿Quién? —La señora Thenardier. Jean Valjean había olvidado ya el medio de que se había valido para hacer guardar silencio a Cosette. —¡Se ha marchado! —dijo—. ¡Ya no hay nada que temer! La niña respiró como si le quitaran un peso del pecho. La tierra estaba húmeda, el cobertizo abierto por todas partes; la brisa se hacía más fresca 171

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