ver si descubría alguna humilde taberna donde pasar la noche. Precisamente ardía una luz al extremo de la calle y hacia allí se dirigió. Era en efecto una taberna. El viajero se detuvo un momento, miró por los vidrios de la sala, iluminada por una pequeña lámpara colocada sobre una mesa y por un gran fuego que ardía en la chimenea. Algu-nos hombres bebían. El tabernero se calentaba. La llama hacía cocer el contenido de una marmi-ta de hierro, colgada de una cadena en medio del hogar. El viajero no se atrevió a entrar por la puerta de la calle. Entró en el corral, se detuvo de nuevo, luego levantó tímidamente el pestillo y empujó la puerta. —¿Quién va? —dijo el amo. —Uno que quiere comer y dormir. Las dos cosas pueden hacerse aquí. Entró. Todos se volvieron hacia él. El taberne-ro le dijo: —Aquí tenéis fuego. La cena se cuece en la marmita; venid a calentaros. El viajero fue a sentarse junto al hogar y ex-tendió hacia el fuego sus pies doloridos por el cansancio. Dio la casualidad que uno de los que estaban sentados junto a la mesa antes de ir allí había estado en la posada de La Cruz de Colbas. Desde el sitio en que estaba hizo al tabernero una seña imperceptible. Este se acercó a él y hablaron algunas palabras en voz baja. El tabernero se acercó a la chimenea, puso bruscamente la mano en el hombro del viajero y le dijo: —Vas a largarte de aquí. El viajero se volvió, y contestó con dulzura: —¡Ah! ¿Sabéis...? —Sí. —¿Que no me han admitido en la posada? 17
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