temible astucia de un presidiario. Midió con la vista la muralla. Tenía unos dieciocho pies de altura. La tapia estaba coronada de una piedra lisa sin tejadillo. La dificultad era Cosette, que no sabía escalar. Jean Valjean no pensó siquiera en abandonarla; pero subir con ella era imposible. Necesitaba una cuerda. No la tenía. Cierta-mente si en aquel momento Jean Valjean hubiera tenido un reino, lo hubiera dado por una cuerda. Todas las situaciones críticas tienen un relám-pago que nos ciega o nos ilumina. Su mirada desesperada encontró el brazo del farol del calle-jón. En esa época se encendían los faroles hacien-do bajar los reverberos por medio de una cuerda, que luego al subirlos quedaba encerrada en un cajoncito de metal. Con la energía de la desespe-ración, atravesó la calle de un brinco, hizo saltar la cerradura del cajoncito con la punta de su cu-chillo, y volvió en seguida adonde estaba Cosette. Ya tenía la cuerda. —Padre —dijo en voz muy baja Cosette—, tengo miedo. ¿Quién viene? —¡Chist —respondió Jean Valjean—, es la Thenar-dier! Cosette se estremeció. —No hables —añadió él—; si gritas, si lloras, la Thenardier lo descubre. Viene a buscarte. Ató a la niña a un extremo de la cuerda, cogió el otro extremo con los dientes, se quitó los zapa-tos y las medias, los arrojó por encima de la tapia, y principió a elevarse por el ángulo de la tapia y de la fachada con la misma seguridad que si apo-yase en escalones los pies y los codos. Menos de medio minuto tardó en ponerse de rodillas sobre la tapia. Cosette lo miraba con estupor sin pronunciar una palabra. El nombre de la Thenardier la había dejado helada. De pronto oyó la voz de Jean Valjean que le decía: —Acércate a la pared. Obedeció y sintió que se elevaba sobre el suelo. Antes que tuviera tiempo de pensar, estaba en lo alto de la tapia. Jean Valjean la cogió, se la puso en los hom-bros, y se arrastró por lo alto de la pared hasta la esquina. Como había sospechado, había allí un cobertizo cuyo tejado bajaba hasta 169

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