puerta en que se había ocultado, con Cosette en brazos. Cruzó el puente de Austerlitz a la sombra de una carreta, con la esperanza de que no lo hubieran visto. Pensó que si entraba en la callejuela que tenía delante y conseguía llegar a los terrenos en que no había casas, podía escapar. Decidió entonces que debía entrar en aquella callejuela silenciosa, y entró. De tanto en tanto se volvía a mirar; las dos o tres primeras veces que se volvió, no vio nada; el silencio era profundo, y continuó su marcha más tranquilo; pero otra vez que se volvió, creyó ver a lo lejos una cosa que se movía. Corrió, esperando encontrar alguna callejuela lateral para huir por allí y hacerles perder la pista. Pero llegó ante un alto muro blanco. Estaban en un callejón sin salida. Jean Valjean se sintió cogido en una .red, cu-yas mallas se apretaban lentamente. Miró al cielo con desesperación. III. Tentativas de evasión Frente a él se alzaba una muralla. Un tilo extendía su ramaje por encima y la pared estaba cubierta de hiedra. En el inminente peligro en que se encontraba, aquel edificio sombrío tenía algo de deshabitado y de solitario que lo atraía. Lo recorrió ávidamente con los ojos. Se decía que si Regaba a entrar ahí, quizá se salvaría. Concibió, pues, una idea y una esperanza. En ese momento escuchó a alguna distancia de ellos un ruido sordo y acompasado. Jean Valjean se aventuró a echar una mirada por la esquina. Un pelotón de siete a ocho soldados acababa de desembocar en la calle y se dirigía hacia él. Estos soldados, a cuyo frente se distinguía la alta estatura de Javert, avanzaban lentamente y con precaución. Se detenían con frecuencia; era evidente que exploraban todos los rincones de los muros y todos los huecos de las puertas. Sin duda Javert había encontrado una patrulla y le había pedido auxilio. Al paso que llevaban, y con las paradas que hacían, tardarían alrededor de un cuarto de hora para llegar al sitio en que estaba Jean Valjean. Fue un momento horrible. Sólo algunos minutos lo separaban de aquel espantoso precipicio que se abría ante él por tercera vez. El presidio ahora no era ya el presidio solamente; era perder a Cosette para siempre. Sólo había una salida posible. Jean Valjean tenía los pensamientos de un santo y la 168

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