Una noche que Jean Valjean pasaba por allí, y que no llevaba consigo a Cosette, vio al men-digo en su puesto habitual, debajo del farol que acababan de encender. El hombre, como siem-pre, parecía rezar, y estaba todo encorvado; Jean Valjean se acercó y le puso en la mano la limos-na de costumbre. El mendigo levantó brusca-mente los ojos, miró con fijeza a Jean Valjean, y después bajó rápidamente la cabeza. Este movi-miento fue como un relámpago; Jean Valjean se estremeció. Le pareció que acababa de entrever, a la luz del farol, no el rostro plácido y beato del viejo mendigo sino un semblante muy cono-cido que lo llenó de espanto. Retrocedió aterra-do, sin atreverse a respirar, ni a hablar, ni a quedarse, ni a huir, examinando al mendigo que había bajado la cabeza cubierta con un harapo, y que parecía ignorar que el otro estuviese allí. Un instinto, tal vez el instinto misterioso de la conservación, hizo que Jean Valjean no pronun-ciara una palabra. El mendigo tenía la misma estatura, los mismos harapos, la misma aparien-cia que todos los días. —¡Qué tonto! —se dijo Jean Valjean—. Estoy loco, sueño, ¡es imposible! Y regresó a su casa profundamente turbado. Apenas se atrevía a confesarse a sí mismo que el rostro que había creído ver era el de Javert. Por la noche, pensando en ello, sintió no ha-berle hablado para obligarlo a levantar la cabeza por segunda vez. Al anochecer del otro día volvió allí. El mendi-go estaba en su puesto. —Dios os guarde, amigo —dijo resueltamente Jean Valjean, dándole un sueldo. El mendigo levantó la cabeza, y respondió con su voz doliente: —Gracias, mi buen señor. Era realmente el viejo mendigo. Jean Valjean se tranquilizó del todo. Se echó a reír. —¿De dónde diablos he sacado que ese hom-bre pudiera ser Javert? —pensó—. ¿Estaré viendo visiones ahora? Y no pensó más en ello. Algunos días después, serían las ocho de la noche, estaba en su cuarto y 164

RkJQdWJsaXNoZXIy Nzg5NTA=