Jean Valjean sin que éste lo sospechara. Era algo sorda, lo cual la hacía charlatana. Sólo le quedaban del pasado dos dientes, uno arriba y otro abajo, que hacía chocar constante-mente. Hizo mil preguntas a Cosette, quien, no sabiendo nada, sólo había podido decir que venía de Montfermeil. Una mañana que estaba al acecho, vio entrar a Jean Valjean en uno de los cuartos deshabitados de la casa y su actitud le pareció extraña. Lo siguió a paso de gata vieja y pudo observar, sin ser vista, por las rendijas de la puerta. Jean Val-jean, sin duda para mayor precaución, se había puesto de espaldas a esta puerta. Pero la vieja lo vio sacar del bolsillo un estuche, hilo y tijeras; después se puso a descoser el forro de uno de los faldones de su abrigo, de donde sacó un papel amarillento que desdobló. La vieja vio con asom-bro que era un billete de mil francos. Era el se-gundo o tercero que veía desde que estaba en el mundo. Se retiró espantada. Poco después Jean Valjean le pidió que fuera a cambiar el billete de mil francos, añadiendo que era el semestre de su renta que había cobra-do la víspera. \"¿Dónde?\", pensó la vieja, \"no ha salido hasta las seis de la tarde, y la Caja no está abierta a esa hora, ciertamente\". La portera fue a cambiar el billete haciéndose mil conjeturas. El billete de mil francos produjo infinidad de co-mentarios entre las comadres de la calle Vignes-Saint—Marcel. Un día que se hallaba sola en la habitación, vio el abrigo, cuyo forro había sido vuelto a coser, colgado de un clavo, y lo registró. Le pareció palpar más billetes. ¡Sin duda otros billetes de mil francos! Notó además que había muchas clases de cosas en los bolsillos además de las agujas, las tijeras y el hilo: una abultada cartera, un cuchillo enorme y, detalle muy sospechoso, varias pelucas de distintos colores. Los habitantes de casa Gorbeau llegaron así a los últimos días del invierno. IV. Una moneda de cinco francos que cae al suelo hace mucho ruido Cerca de San Medardo, se instalaba un pobre a quien Jean Valjean daba limosna con frecuencia. No había vez que pasara por delante de aquel hombre que no le diera algún sueldo; en muchas ocasiones conversaba con él. Era un viejo de unos setenta y cinco años, que había sido sacristán y que siempre estaba murmurando oraciones. 163

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