despertó en él, y se depositó en esta niña. Junto a la cama donde ella dormía, temblaba de alegría; sentía arranques de madre, y no sabía lo que eran; porque es una cosa muy obscura y muy dulce ese grande y extraño sentimiento de un corazón que se pone a amar. ¡Pobre corazón, viejo y tan nuevo al mismo tiempo! Sólo que como tenía cincuenta y cinco años y Cosette tenía ocho, todo el amor que hubiese podido tener en su vida se fundió en una especie de luminosidad inefable. Era el segundo ángel que aparecía en su vida. El obispo había hecho levantarse en su horizonte el alba de la virtud; Cosette hacía amanecer en él el alba del amor.Los primeros días pasaron en este deslumbra-miento. Cosette, por su parte, se transformaba tam-bién, aunque sin saberlo la pobrecita. Era tan pe-queña cuando la dejó su madre, que ya no se acordaba de ella. Como todos los niños, había intentado amar pero no lo había conseguido. To-dos la rechazaron; los Thenardier, sus hijas y otros niños. Había querido al perro, y el perro había muerto; después no la había querido nadie ni nada. Cosa atroz de decir, a los ocho años tenía el corazón frío. No era culpa suya, puesto que no era la facultad de amar lo que le faltaba sino la posibilidad. Así, desde el primer día se puso a amar a aquel hombre con todas las fuerzas de su alma. El instinto de Cosette buscaba un padre como el instinto de Jean Valjean buscaba una hija. En el momento misterioso en que se tocaron sus dos manos, se vieron estas dos almas, se recono-cieron como necesarias la una para la otra, y se abrazaron estrechamente. La llegada de aquel hom-bre al destino de la niña fue la llegada de Dios a su vida. Jean Valjean había escogido bien su asilo. Es-taba allí en una seguridad que podía parecer com-pleta. La casa tenía muchos cuartos y desvanes, de los cuales uno solo estaba ocupado por una vieja portera que era la que hacía el aseo de la habita-ción de Jean Valjean, y también las compras y la comida; fue ella quien encendió el fuego la noche de la llegada. Todo lo demás estaba deshabitado. Pasaron las semanas. Jean Valjean y Cosette llevaban en aquel miserable desván una existencia feliz. Desde el amanecer Cosette empezaba a reír, a charlar y a cantar. Los niños tienen su canto de la mañana como los pájaros. Algunas veces Jean Valjean le tomaba sus ma-nos enrojecidas y llenas de sabañones, y las besa-ba. La pobre niña, acostumbrada a recibir sólo golpes, no sabía lo que esto quería decir, y las retiraba toda avergonzada. 161

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