Era ya muy de día y la niña dormía aún. De pronto, una carreta cargada que pasaba por la calzada conmovió el destartalado caserón como si fuera un largo trueno, y lo hizo temblar de arriba abajo. —¡Sí, señora! —gritó Cosette despertándose so-bresaltada—; ¡allá voy! Y se arrojó de la cama con los párpados me-dio cerrados aún con la pesadez del sueño, exten-diendo los brazos hacia el rincón de la pared. —¡Ay, Dios mío, mi escoba! —exclamó. Abrió del todo los ojos, y vio el rostro risueño de Jean Valjean. —¡Ah, es verdad! —dijo la niña—. Buenos días, señor. Los niños aceptan inmediatamente y con toda naturalidad la alegría y la dicha, siendo ellos mis-mos naturalmente dicha y alegría. Cosette vio a Catalina al pie de su cama, la tomó, y mientras jugaba hacía cien preguntas a Jean Valjean. ¿Dónde estaban? ¿Era grande París? ¿Estaba muy lejos de la señora Thenardier? ¿Volvería a verla? —¿Tengo que barrer? —preguntó al fin. —Juega —respondió Jean Valjean. II. Dos desgracias unidas producen felicidad Al día siguiente, al amanecer, se hallaba otra vez Jean Valjean junto al lecho de Cosette. Allí espera-ba, inmóvil, mirándola despertar. Sentía algo nuevo en su corazón. Jean Valjean no había amado nunca. Hacía veinticinco años que estaba solo en el mundo. Jamás fue padre, amante, marido ni amigo. En presidio era malo, sombrío, casto, ignorante, fe-roz. Su corazón estaba lleno de virginidad. Su hermana y sus sobrinos no le habían dejado más que un recuerdo vago y lejano que acabó por desvanecerse. Había hecho esfuerzos por volver a hallarlos y no habiéndolo conseguido, los había olvidado. La naturaleza humana es así. Cuando vio a Cosette, cuando la rescató, sin-tió que se estremecían sus entrañas. Todo lo que en ellas había de apasionado y de afectuoso se 160

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