—Yo no tengo qué daros —dijo el posadero. El hombre soltó una carcajada y volviéndose hacia los hornos, preguntó: —¿Nada? ¿Y todo esto? Todo esto está ya comprometido por los ca-rreteros que están allá dentro. —¿Cuántos son? —Doce. —Allí hay comida para veinte. —Lo han encargado todo, y además me lo han pagado adelantado. El hombre se sentó, y sin alzar la voz dijo: —Estoy en la hostería; tengo hambre y me quedo. El posadero se inclinó entonces hacia él, y le dijo con un acento que le hizo estremecer: —Marchaos. El viajero estaba en aquel momento encorva-do, y empujaba algunas brasas con la contera de su garrote. Se volvió bruscamente, y como abriera la boca para replicar, el huésped lo miró fijamente y añadió en voz baja: —Mirad, basta de conversación. ¿Queréis que os diga vuestro nombre? Os llamáis Jean Valjean. Ahora, ¿queréis que os diga también lo que sois? Al veros entrar sospeché algo; envié a preguntar al Ayuntamiento, y ved lo que me han contestado: ¿sabéis leer? Al hablar así presentaba al viajero el papel que acababa de ir desde la hostería a la alcaldía y de ésta a aquélla. El hombre fijó en él una mirada. Bajó la cabeza, recogió el morral y se marchó. Caminó algún tiempo a la ventura por calles que no conocía, olvidando el cansancio, como sucede cuando el ánimo está triste. De pronto se sintió aguijoneado por el hambre; la noche se acercaba. Miró en derredor para 16

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