El viajero puso sobre la mesa cinco monedas de cinco francos. En ese momento Thenardier irrumpió en me-dio de la sala, y dijo: —El señor no debe más que veintiséis sueldos. —¡Veintiséis sueldos! —dijo la mujer —Veinte sueldos por el cuarto —continuó fría-mente Thenardier— y seis sueldos por la cena. Y en cuanto a la niña, necesito hablar un poco con el señor. Déjanos solos. Apenas estuvieron solos, Thenardier ofreció una silla al viajero. Este se sentó; Thenardier per-maneció de pie, y su rostro tomó una expresión de bondad y de sencillez. —Señor —dijo—, mirad, tengo que confesaros que yo adoro a esa niña. ¿Qué me importa todo ese dinero? Guardaos vuestras monedas de cien sueldos. No quiero dar a nuestra pequeña Cosette. Me haría falta. No tiene padre ni madre; yo la he criado. Es cierto que nos cuesta dinero, pero, en fin, hay que hacer algo por amor a Dios. Y quiero tanto a esa niña, si la hemos criado como a hija nuestra. El desconocido lo miraba fijamente. Thenardier continuó: —No se da un hijo así como así al primero que viene; quisiera saber adónde la llevaréis, quisiera no perderla de vista, saber a casa de quién va, para ir a verla de vez en cuando. El desconocido, con esa mirada que penetra, por decirlo así, hasta el fondo de la conciencia, le respondió con acento grave y firme: —Señor Thenardier, si me llevo a Cosette, me la llevaré y nada más. Vos no sabréis mi nombre, ni mi dirección, ni dónde ha de ir a parar, y mi intención es que no os vuelva a ver en su vida. ¿Os conviene? ¿Sí, o no? Lo mismo que los demonios y los genios co-nocían en ciertas señales la presencia de un Dios superior, comprendió Thenardier que tenía que habérselas con uno más fuerte que él. Calculó que era el momento de ir derecho y pronto al asunto. —Señor —dijo—, necesito mil quinientos francos. 154

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