Alondra, como la llaman en el pueblo. —¡Ah! —dijo el hombre. La Thenardier continuó: —Tengo mis hijas. No necesito criar los hijos de los otros. El hombre replicó con una voz que se esforza-ba en hacer indiferente y que, sin embargo, le temblaba: —¿Y si os libraran de ella? —¡Ah señor!, ¡mi buen señor! ¡Tomadla, lleváos-la, conservadla en azúcar, en trufas; bebéosla, co-méosla, y que seáis bendito de la Virgen Santísima y de todos los santos del paraíso! —Convenido entonces. —¿De veras? ¿Os la lleváis? —Me la llevo. —¿Ahora? —Ahora mismo. Llamadla. —¡Cosette! —gritó la Thenardier. —Entretanto —prosiguió el hombre—, voy a pa-garos mi cuenta. ¿Cuánto es? Echó una ojeada a la cuenta, y no pudo repri-mir un movimiento de sorpresa. —¡Veintitrés francos! Miró a la tabernera y repitió: —¿Veintitrés francos? —¡Claro que sí, señor! Veintitrés francos. 153

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