—Vamos, Cosette —dijo entonces la Thenardier con una voz que quería dulcificar, y que se com-ponía de esa miel agria de las mujeres malas—, ¿no tomas lo muñeca? Cosette se aventuró a salir de su agujero. —Querida Cosette —continuó la Thenardier con tono cariñoso—; el señor lo da una muñeca. Tóma-la. Es tuya. Cosette miraba la muñeca maravillosa con una especie de terror. Su rostro estaba aún inundado de lágrimas; pero sus ojos, como el cielo en el crepúsculo matutino, empezaban a llenarse de las extrañas irradiaciones de la alegría. —¿De veras, señor? —murmuró—. ¿Es verdad? ¿Es mía \"la reina\"? El desconocido parecía tener los ojos llenos de lágrimas y haber llegado a ese extremo de emoción en que no se habla para no llorar. Hizo una señal con la cabeza. Cosette cogió la muñeca con violencia. —La llamaré Catalina —dijo. Fue un espectáculo extraño aquél, cuando los harapos de Cosette se estrecharon con las cintas rosadas de la muñeca. Cosette colocó a Catalina en una silla, después se sentó en el suelo delante de ella, y permaneció inmóvil, sin decir una palabra, en actitud de con-templación. —Juega, pues, Cosette —dijo el desconocido. —¡Oh! Estoy jugando —respondió la niña. La Thenardier se apresuró a mandar acostar a sus hijas, después pidió al hombre permiso para que se retirara Cosette. Y Cosette se fue a acostar llevándose a Catalina en brazos. Horas después, Thenardier llevó al viajero a un cuarto del primer piso. Cuando Thenardier lo dejó solo, el hombre se sentó en una silla, y permaneció algún tiempo pensativo. Después se quitó los zapatos, tomó 150

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