Volvió el muchacho: traía un papel. El hués-ped lo desdobló apresuradamente como quien está esperando una contestación. Leyó atenta-mente, movió la cabeza y permaneció pensativo. Por fin dio un paso hacia el viajero que parecía sumido en no muy agradables ni tranquilas re-flexiones. —Buen hombre —le dijo—, no puedo recibiros en mi casa. El hombre se enderezó sobre su asiento. —¡Cómo! ¿Teméis que no pague el gasto? ¿Que-réis cobrar anticipado? Os digo que tengo dinero. —No es eso. —¿Pues qué? —Vos tenéis dinero. —He dicho que sí. —Pero yo —dijo el posadero— no tengo cuarto que daros. El hombre replicó tranquilamente: —Dejadme un sitio en la cuadra. —No puedo. —¿Por qué? —Porque los caballos la ocupan toda. —Pues bien —insistió el viajero—, ya habrá un rincón en el pajar, y un poco de paja no faltará tampoco. Lo arreglaremos después de comer. —No puedo daros de comer. Esta declaración hecha con tono mesurado pero firme, pareció grave al forastero, el cual se levantó y dijo: —¡Me estoy muriendo de hambre! Vengo cami-nando desde que salió el sol; pago y quiero co-mer. 15

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