Cosette se estremeció como si la tierra hubiera temblado bajo sus pies, y volvió la cabeza. —¡Cosette! —repitió la Thenardier. Tomó Cosette la muñeca, y la puso suavemen-te en el suelo con una especie de veneración y de doloroso temor; después, las lágrimas que no ha-bía podido arrancarle ninguna de las emociones del día, acudieron a sus ojos, y rompió a llorar. Entretanto, el viajero se había levantado. —¿Qué pasa? —preguntó a la Thenardier. —¿Es que no veis? ¡Esa miserable se ha permiti-do tocar la muñeca de mis hijas con sus asquero-sas manos sucias! Aquí redobló Cosette sus sollozos. —¿Quieres callar? —gritó la Thenardier. El hombre se fue derecho a la puerta de la calle, la abrió y salió. Apenas hubo salido, aprovechó la Thenardier su ausencia para dar a Cosette un feroz puntapié por debajo de la mesa, que la hizo gritar. La puerta volvió a abrirse, y entró otra vez el hombre; llevaba en la mano la fabulosa muñeca de la juguetería, y la puso delante de Cosette, diciendo: —Toma, es para ti. Cosette levantó los ojos; vio ir al hombre ha-cia ella con la muñeca como si hubiera sido el sol; oyó las palabras inauditas: \"para ti\"; lo miró, miró la muñeca, después retrocedió lentamente y fue a ocultarse al fondo de la mesa. Ya no lloraba ni gritaba; parecía que ya no se atrevía a respirar. La Thenardier, Eponina y Azelma eran otras tantas estatuas. Los bebedores mismos se habían callado. En todo el bodegón se hizo un silencio solemne. El tabernero examinaba alternativamente al viajero y a la muñeca. Se acercó a su mujer, y dijo en voz baja: —Esa muñeca cuesta lo menos treinta francos. No hagamos tonterías: de rodillas delante de ese hombre. 149
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